domingo, 21 de octubre de 2012

LA CULTURA DEL NUEVO CAPATALISMO



Hace medio siglo, en los años sesenta -aquella época
fabulosa del sexo libre y del libre acceso a las drogas-, los
jóvenes radicales más serios lanzaron sus dardos contra
las instituciones, en particular las grandes corporaciones
y los grandes gobiernos, cuya magnitud, complejidad y
rigidez parecían mantener aherrojados a los individuos.
La Declaración de Port Huron, documento fundacional
de la Nueva Izquierda en 1962, era tan severa con el socialismo
de Estado como con las corporaciones multinacionales;
ambos regímenes parecían prisiones burocráticas.
En parte, la historia satisfizo los deseos de los redactores
de la Declaración de Port Huron. Los regímenes socialisras
de planes quinquenales y control económico centralizado
desaparecieron. Otro tanto ocurrió con la empresa
capitalista que proveía de empleos para toda la vida y suministraba
los mismos productos año tras año. Y lo mismo
sucedió con las instituciones del Estado del bienestar
como las encargadas de la salud y la educación, que se hicieron
más flexibles en la forma y redujeron su escala. En
la actualidad, la meta de los gobernantes, tal como lo fue-
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ra para los radicales de hace cincuenta años, consiste en
desmontar la rígida burocracia.
Sin embargo, la historia satisfizo de manera retorcida
los deseos de la la Nueva Izquierda. Los insurgentes de mi
juventud creían que desmantelando las instituciones lograrían
producir comunidades, esto es, relaciones de confianza
y de solidaridad cara-a-cara, relaciones constantemente
negociadas y renovadas, un espacio comunal en el
que las personas se hicieran sensibles a las necesidades del
otro. Esto, sin duda, no ocurrió. La fragmentación de las
grandes instituciones ha dejado en estado fragmentario la
vida de mucha gente: los lugares en los que trabajan se
asemejan más a estaciones de ferrocarril que a pueblos, la
vida familiar ha quedado perturbada por las exigencias del
trabajo, y la migración se ha convertido en el icono de la
era global, con más movimiento que asentamiento. El desmantelamiento
de las instituciones no ha producido más
comunidad.
Si uno tiene disposición a la nostalgia -¿y qué espíritu
sensible no la tiene?-, sólo encontrará en esta situación
una razón más para lamentarse. Aunque los últimos cincuenta
años han sido una época de creación de riqueza sin
precedente, tanto en Asia y Latinoamérica como en el
Norte globalizado, la generación de nueva riqueza se ha
producido en profunda conexión con la desarticulación
de las rígidas burocracias gubernamentales y empresariales.
De la misma manera, la revolución tecnológica de la
última generación floreció preferentemente en instituciones
con menos control centralizado. Este crecimiento tiene
un precio elevado: mayor desigualdad económica y
mayor inestabilidad social. No obstante, sería irracional
creer que esta explosión económica nunca debió haber tenido
lugar.
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Es precisamente aquí donde entra en juego la cultura.
Empleo el término «cultura» más en su sentido antropológico
que en el artístico. ¿Qué valores y prácticas pueden
mantener unida a la gente cuando se fragmentan las instituciones
en las que vive? A mi generación le faltó imaginación
para responder a esta pregunta, para proponer las virtudes
de la comunidad en pequeña escala. La comunidad
no es el único medio de cohesión de una cultura; como es
obvio, en una ciudad, individuos extraños entre sí habitan
una cultura común incluso a pesar de no conocerse. Pero
el problema de una cultura que sirve de sostén va más allá
de su tamaño.
Sólo un determinado tipo de seres humanos es capaz
de prosperar en condiciones sociales de inestabilidad y
fragmentariedad. Este tipo ideal de hombre o de mujer
tiene que hacer frente a tres desafíos.
El primero tiene que ver con el tiempo, pues consiste
en la manera de manejar las relaciones a corto plazo, y de
manejarse a sí mismo, mientras se pasa de una tarea a
arra, de un empleo a otro, de un lugar a arra. Si las instituciones
ya no proporcionan un marco a largo plazo, el
individuo se ve obligado a improvisar el curso de su vida,
o incluso a hacerlo sin una firme conciencia de sí mismo.
El segundo desafío tiene relación con el talento: cómo
desarrollar nuevas habilidades, cómo explorar capacidades
potenciales a medida que las demandas de la realidad cambian.
Prácticamente, en la economía moderna muchas habilidades
son de corta vida; en la tecnología y en las ciencias,
al igual que en formas avanzadas de producción, los
trabajadores necesitan reciclarse a razón de un promedio
de entre cada ocho y doce años. El talento también es una
cuestión de cultura. El orden social emergente milita contra
el ideal del trabajo artesanal, es decir, contra el apren-
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dizaje para la realización de una sola cosa realmente bien
hecha; a menudo este compromiso puede ser económicamente
destructivo. En lugar de esto, la cultura moderna
propone una idea de meritocracia que celebra la habilidad
potencial más que los logros del pasado.
De ahí deriva el tercer desafío. Se refiere a la renuncia;
es decir, a cómo desprenderse del pasado. Recientemente,
la jefa de una dinámica empresa afirmó que en su organización
nadie es dueño del puesto que ocupa y en particular
que el servicio prestado en el pasado no garantiza al
empleado un lugar en la institución. ¿Cómo responder
positivamente a esta afirmación? Para ello se necesita un
rasgo característico de la personalidad, un rasgo que descarre
las experiencias vividas. Este rasgo de personalidad
da un sujeto que se asemeja más al consumidor, quien,
siempre ávido de cosas nuevas, deja de lado bienes viejos
aunque todavía perfectamente utilizables, que al propietario
celosamente aferrado a lo que ya posee.
Mi propósito es mostrar la manera en que la sociedad
busca este hombre o esta mujer ideales. Y al juzgar esta
búsqueda traspasaré el ámbito de competencia del investigador.
Un yo orientado al corro plazo, centrado en la capacidad
potencial, con voluntad de abandonar la experiencia
del pasado, es -para presentar amablemente la
cuestión- un tipo de ser humano poco frecuente. La mayor
parre de la gente no es así, sino que necesita un relato
de vida que sirva de sostén a su existencia, se enorgullece
de su habilidad para algo específico y valora las experiencias
por las que ha pasado. Por tanto, el ideal cultural que
se requiere en las nuevas instituciones es perjudicial para
muchos de los individuos que viven en ellas.
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Es preciso que explique al lector algo acerca del tipo
de experiencia de investigación que me ha llevado a este
juicio. La crítica que la Nueva Izquierda hizo de la gran
burocracia fue también mi crítica, hasta que a finales de la
década de los sesenta comencé a entrevistar a familias blancas
de clase obrera en Boston, gente que perrenecía en su
mayoría a la segunda o tercera generación de inmigrantes
de la ciudad. (El libro que sobre ello escribimos [onathan
Cobb y yo se titulaba The Hidden Injuries o/Class.) Lejos
de estar oprimida por la burocracia, esa gente hundía sus
raíces en sólidas realidades institucionales. Sindicatos estables,
grandes empresas y mercados relativamente fijos les
servían de orientación; en este marco, los hombres y las
mujeres de clase obrera trataban de dar sentido a su bajo
estatus en un país en el que supuestamente se hacían pocas
distinciones de clase.
Después de ese estudio, abandoné por un tiempo el
tema. Parecía que el gran capitalismo norreamericano había
llegado a un estadio triunfal y que en ese plano la vida
de la clase trabajadora discurriría por sus carriles ya trazados.
Difícilmente hubiera podido estar más equivocado.
La quiebra de los acuerdos monetarios de Bretton Woods,
después de la crisis del petróleo de 1973, trajo consigo el
debilitamiento de las restricciones nacionales a la inversión;
a su vez, las grandes empresas se rediseñaron para satisfacer
a una nueva clientela internacional de inversores
que aspiraban más a la ganancia en bolsa a corro plazo
que al beneficio de dividendos a largo plazo. Análogamente,
los empleos empezaron rápidamente a cruzar las fronteras.
Y lo mismo sucedió con el consumo y las comunicaciones.
En los años noventa, gracias a los avances de los
microprocesamientos en electrónica, el antiguo sueño/pesadilla
de la automatización comenzó a ser una realidad.

Archivo obtenido por el  podcast de anatemapodcast.


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