Hace medio siglo, en los años sesenta -aquella época
fabulosa del sexo
libre y del libre acceso a las drogas-, los
jóvenes radicales
más serios lanzaron sus dardos contra
las instituciones,
en particular las grandes corporaciones
y los grandes
gobiernos, cuya magnitud, complejidad y
rigidez parecían
mantener aherrojados a los individuos.
La Declaración de
Port Huron, documento fundacional
de la Nueva
Izquierda en 1962, era tan severa con el socialismo
de Estado como con
las corporaciones multinacionales;
ambos regímenes
parecían prisiones burocráticas.
En parte, la
historia satisfizo los deseos de los redactores
de la Declaración
de Port Huron. Los regímenes socialisras
de planes
quinquenales y control económico centralizado
desaparecieron.
Otro tanto ocurrió con la empresa
capitalista que
proveía de empleos para toda la vida y suministraba
los mismos
productos año tras año. Y lo mismo
sucedió con las
instituciones del Estado del bienestar
como las
encargadas de la salud y la educación, que se hicieron
más flexibles en
la forma y redujeron su escala. En
la actualidad, la
meta de los gobernantes, tal como lo fue-
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ra para los
radicales de hace cincuenta años, consiste en
desmontar la
rígida burocracia.
Sin embargo, la
historia satisfizo de manera retorcida
los deseos de la
la Nueva Izquierda. Los insurgentes de mi
juventud creían
que desmantelando las instituciones lograrían
producir
comunidades, esto es, relaciones de confianza
y de solidaridad
cara-a-cara, relaciones constantemente
negociadas y
renovadas, un espacio comunal en el
que las personas
se hicieran sensibles a las necesidades del
otro. Esto, sin
duda, no ocurrió. La fragmentación de las
grandes
instituciones ha dejado en estado fragmentario la
vida de mucha
gente: los lugares en los que trabajan se
asemejan más a
estaciones de ferrocarril que a pueblos, la
vida familiar ha
quedado perturbada por las exigencias del
trabajo, y la
migración se ha convertido en el icono de la
era global, con
más movimiento que asentamiento. El desmantelamiento
de las
instituciones no ha producido más
comunidad.
Si uno tiene
disposición a la nostalgia -¿y qué espíritu
sensible no la
tiene?-, sólo encontrará en esta situación
una razón más para
lamentarse. Aunque los últimos cincuenta
años han sido una
época de creación de riqueza sin
precedente, tanto
en Asia y Latinoamérica como en el
Norte globalizado,
la generación de nueva riqueza se ha
producido en
profunda conexión con la desarticulación
de las rígidas
burocracias gubernamentales y empresariales.
De la misma
manera, la revolución tecnológica de la
última generación
floreció preferentemente en instituciones
con menos control
centralizado. Este crecimiento tiene
un precio elevado:
mayor desigualdad económica y
mayor
inestabilidad social. No obstante, sería irracional
creer que esta
explosión económica nunca debió haber tenido
lugar.
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Es precisamente aquí
donde entra en juego la cultura.
Empleo el término
«cultura» más en su sentido antropológico
que en el
artístico. ¿Qué valores y prácticas pueden
mantener unida a
la gente cuando se fragmentan las instituciones
en las que vive? A
mi generación le faltó imaginación
para responder a
esta pregunta, para proponer las virtudes
de la comunidad en
pequeña escala. La comunidad
no es el único
medio de cohesión de una cultura; como es
obvio, en una
ciudad, individuos extraños entre sí habitan
una cultura común
incluso a pesar de no conocerse. Pero
el problema de una
cultura que sirve de sostén va más allá
de su tamaño.
Sólo un
determinado tipo de seres humanos es capaz
de prosperar en
condiciones sociales de inestabilidad y
fragmentariedad.
Este tipo ideal de hombre o de mujer
tiene que hacer
frente a tres desafíos.
El primero tiene
que ver con el tiempo, pues consiste
en la manera de
manejar las relaciones a corto plazo, y de
manejarse a sí
mismo, mientras se pasa de una tarea a
arra, de un empleo
a otro, de un lugar a arra. Si las instituciones
ya no proporcionan
un marco a largo plazo, el
individuo se ve
obligado a improvisar el curso de su vida,
o incluso a
hacerlo sin una firme conciencia de sí mismo.
El segundo desafío
tiene relación con el talento: cómo
desarrollar nuevas
habilidades, cómo explorar capacidades
potenciales a
medida que las demandas de la realidad cambian.
Prácticamente, en
la economía moderna muchas habilidades
son de corta vida;
en la tecnología y en las ciencias,
al igual que en
formas avanzadas de producción, los
trabajadores
necesitan reciclarse a razón de un promedio
de entre cada ocho
y doce años. El talento también es una
cuestión de
cultura. El orden social emergente milita contra
el ideal del
trabajo artesanal, es decir, contra el apren-
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dizaje para la
realización de una sola cosa realmente bien
hecha; a menudo
este compromiso puede ser económicamente
destructivo. En
lugar de esto, la cultura moderna
propone una idea
de meritocracia que celebra la habilidad
potencial más que
los logros del pasado.
De ahí deriva el
tercer desafío. Se refiere a la renuncia;
es decir, a cómo
desprenderse del pasado. Recientemente,
la jefa de una
dinámica empresa afirmó que en su organización
nadie es dueño del
puesto que ocupa y en particular
que el servicio
prestado en el pasado no garantiza al
empleado un lugar
en la institución. ¿Cómo responder
positivamente a
esta afirmación? Para ello se necesita un
rasgo
característico de la personalidad, un rasgo que descarre
las experiencias
vividas. Este rasgo de personalidad
da un sujeto que
se asemeja más al consumidor, quien,
siempre ávido de
cosas nuevas, deja de lado bienes viejos
aunque todavía
perfectamente utilizables, que al propietario
celosamente aferrado
a lo que ya posee.
Mi propósito es
mostrar la manera en que la sociedad
busca este hombre
o esta mujer ideales. Y al juzgar esta
búsqueda
traspasaré el ámbito de competencia del investigador.
Un yo orientado al
corro plazo, centrado en la capacidad
potencial, con
voluntad de abandonar la experiencia
del pasado, es
-para presentar amablemente la
cuestión- un tipo
de ser humano poco frecuente. La mayor
parre de la gente
no es así, sino que necesita un relato
de vida que sirva
de sostén a su existencia, se enorgullece
de su habilidad
para algo específico y valora las experiencias
por las que ha
pasado. Por tanto, el ideal cultural que
se requiere en las
nuevas instituciones es perjudicial para
muchos de los individuos
que viven en ellas.
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Es preciso que
explique al lector algo acerca del tipo
de experiencia de
investigación que me ha llevado a este
juicio. La crítica
que la Nueva Izquierda hizo de la gran
burocracia fue
también mi crítica, hasta que a finales de la
década de los
sesenta comencé a entrevistar a familias blancas
de clase obrera en
Boston, gente que perrenecía en su
mayoría a la
segunda o tercera generación de inmigrantes
de la ciudad. (El
libro que sobre ello escribimos [onathan
Cobb y yo se titulaba
The Hidden Injuries o/Class.) Lejos
de estar oprimida
por la burocracia, esa gente hundía sus
raíces en sólidas
realidades institucionales. Sindicatos estables,
grandes empresas y
mercados relativamente fijos les
servían de
orientación; en este marco, los hombres y las
mujeres de clase
obrera trataban de dar sentido a su bajo
estatus en un país
en el que supuestamente se hacían pocas
distinciones de
clase.
Después de ese
estudio, abandoné por un tiempo el
tema. Parecía que
el gran capitalismo norreamericano había
llegado a un
estadio triunfal y que en ese plano la vida
de la clase
trabajadora discurriría por sus carriles ya trazados.
Difícilmente
hubiera podido estar más equivocado.
La quiebra de los
acuerdos monetarios de Bretton Woods,
después de la
crisis del petróleo de 1973, trajo consigo el
debilitamiento de
las restricciones nacionales a la inversión;
a su vez, las
grandes empresas se rediseñaron para satisfacer
a una nueva
clientela internacional de inversores
que aspiraban más
a la ganancia en bolsa a corro plazo
que al beneficio
de dividendos a largo plazo. Análogamente,
los empleos
empezaron rápidamente a cruzar las fronteras.
Y lo mismo sucedió
con el consumo y las comunicaciones.
En los años
noventa, gracias a los avances de los
microprocesamientos
en electrónica, el antiguo sueño/pesadilla
de la
automatización comenzó a ser una realidad.
Archivo obtenido
por el podcast de anatemapodcast.